Con otra piel

Christian Kupchik

Una rápida mirada al mapa de África permite identificar a Ruanda como un doloroso muñón encogido entre la República del Congo, Uganda y Tanzania, más Burundi al sur, otra breve protuberancia a la que miles de ruandeses se vieron empujados para salvar la vida. No muchos lo consiguieron. El resto será un infierno verde junto a los grandes lagos que surgen de la fuente del Nilo. Ese es el escenario donde se desarrolló uno de los mayores genocidios de la historia.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los colonizadores belgas agudizaron las diferencias de clase señalando a un tutsi con menos de diez vacas como un hutu y consecuentemente imponiéndole trabajos forzados. Hasta 1950 la educación solo estaba al alcance de los tutsis. El rey Mutara III Rudahigwa, que había gobernado durante cerca de tres decenios, murió en 1959 y los tutsi obtuvieron el poder. Esto contribuyó a una serie de rebeliones de los hutus, que demandaban igualdad de derechos, y que produjeron la muerte de miles de personas, tanto de un bando como del otro. En 1961, con el apoyo de los colonos belgas, la mayoría hutu tomó el control del gobierno, aboliendo la monarquía tutsi y declarando la República de Ruanda, que se independizaría en 1962 (aunque el reconocimiento exterior demoró mucho más). Rápidamente, los tutsis fueron desplazados a los confines del territorio, en la frontera con Burundi, un enclave desértico demasiado árido como para aspirar a una existencia feliz.

Allí, en el exilio de Nyamata, junto a centenas de deportados, transcurrió la infancia de Scholastique Mukasonga (Gikongoro, 1956) junto a su familia. Para su madre, Stefania, para quien no existía más verdad que sus hijos, todo cuanto hacía llevaba sus nombres por salvarlos del dolor. Un único deseo sostenía a Stefania. Con una voz desconocida, dejaba un testamento oral que llenaba de angustia a las pequeñas Scholastique y a sus hermanas, Jeanne y Julienne: “Cuando yo muera”, advertía, “cuando ustedes me vean muerta, tendrán que cubrir mi cuerpo. Nadie debe verlo, el cuerpo de una madre no puede quedar expuesto. Serán ustedes, hijas mías, las encargadas de cubrirlo, solo a ustedes les corresponde hacerlo. Nadie debe ver el cadáver de su madre porque si no, eso las perseguirá… las atormentará hasta el día de su propia muerte, cuando ustedes también necesiten que alguien cubra sus cuerpos”.

Scholastique no pudo cumplir con el deseo de su madre. No llegó a cubrirla, porque el cuerpo fue despedazado por sus asesinos y arrojado a las hienas y los perros “sedientos de carne humana”. No encontró Scholastique el cuerpo de su madre ni de otros treinta y seis miembros de su familia también asesinados.

A partir de allí, para Scholastique no existió otro cuerpo que no fuera la memoria: había que recuperar hábitos, gestos, palabras, sombras, deseos sometidos a la oscuridad de una selva en la que se confundía la noche del mañana con las penumbras del presente. Recuperar, fundamentalmente, la sabiduría irracional de Stefania, esa madre coraje capaz de organizar un mundo entero en la sequedad más absoluta.

Scholastique Mukasonga compone en La mujer descalza un emotivo himno a esas mujeres maravillosas a partir de todas las actividades cotidianas con las que pretendían rescatar esos trozos de realidad en los que se había hundido una felicidad perdida. Recobra así los rituales ancestrales para alejar la mala suerte; los insólitos medios con los que se enfrentaban a una naturaleza hostil; las estrategias de supervivencia ante la constante amenaza militar o de los partidarios hutus, tan violenta como carente de sentido; la omnipresencia femenina –fundamentación sólida de toda la estructura familiar–; y por fin, una serie de tácticas para absorber cada día como la continuidad de una existencia.

Toda esa desbordante energía pendula entre la tradición y la dolorosa realidad para sacudir hábitos, para adaptarse a las circunstancias. Stefania, sutil heroína, será clave a partir de su historia, de sus anécdotas frescas que unen la pertenencia étnica a variables inesperadas que pasan por absorber los excrementos de un bebé, los ritos atávicos vinculados al imprescindible culto del sorgo, el arreglo de matrimonios, administrar la ceremonia del pan o medir la belleza en los encantos de una vaca.

Mukasonga demuestra un gusto delicioso por la palabra escrita, sabe que esta reconciliación no puede pasar ni por el silencio, ni por la mentira, y de ahí su compromiso, su toma de responsabilidad por explicar la historia exponiendo todos los factores y denunciando hasta los más leves pliegues de una sociedad que en un momento dado se vio envuelta en una espiral creciente de locura y violencia. Su obra, llena de poesía a pesar de lo dramático del tema, demuestra que el genocidio ruandés no fue una simple casualidad.

Los cien días que comenzaron a partir del 6 de abril de 1994 y que culminaron con un millón de muertos, fueron vendidos por los medios del mundo entero como resultado de una “lucha étnica, una de esas matanzas medievales que solo se dan en África”. Desde Occidente, se obviaron los factores reales que la hicieron posible, lo que creó en Scholastique, además del dolor brutal de aquellos días, la sensación de que la disputa central no se concentraba solo en la violencia, sino en las formas de desarmar las trampas de la historia. Ella se había marchado a Francia –concretamente a Normandía, donde en la actualidad reside– en 1992, un par de años antes del asesinato de toda su familia. Cuando retornó al país, diez años después del cataclismo, lo hizo cargada con “la sensación de tener la responsabilidad de contar y de buscar en la literatura algo así como una catarsis”. Por supuesto, lo hizo de acuerdo a su propia lectura de los hechos, lo hizo con el dolor de la mortaja continua, con el peso de la rabia contenida del que sabe que todo aquello se pudo evitar.

El trabajo de Scholastique Mukasonga plantea tres preguntas fundamentales. En primer lugar, acerca de la identidad de su autora: en la genealogía de escritores víctimas de un genocidio, ¿es testigo, superviviente o heredera? En segundo término, la cuestión remite a la forma narrativa y el género: más emparentado con el relato etnográfico y las descripciones antropológicas, La mujer descalza ¿se lee como testimonio o ficción? Y en tal sentido, ¿cuáles son los límites de la novela? –en caso de que pueda llamarse así–. ¿Cómo juega el relato en este caso? ¿Tiene valor terapéutico, testimonial, ético?

Lo inevitable de esta muerte anunciada elimina de la historia el azar y el peso de la coyuntura, reforzando la premeditación y responsabilidad de hombres deseosos y dispuestos para la realización de la barbarie. En consecuencia, Scholastique y su familia, como tantos otros tutsis deportados, habían previsto su final. Sus vidas enteras habían sido borradas por la anticipación de la catástrofe. El único elemento sorpresa era la forma en que se les iba a dar muerte: “Sin embargo, los tutsis de Nyamata comprendieron muy pronto que la precaria supervivencia que se les había concedido era tan solo un aplazamiento”, afirma Scholastique desde un principio.

Este destino trágico en el sentido griego, compromete la escritura de la superviviente simbólica que es Scholastique Mukasonga. Ya no solo tiene que ver con el deber de la memoria, con proyectar el recuerdo a perpetuidad, con la sepultura y conservación de los restos de sus seres queridos, sino también con arrojar luz sobre el proceso que condujo al exterminio. La emoción poética encuentra como objetivo compartir el horror y la infamia para exigir un más que justificado Nunca Más , al tiempo que, por medio de las palabras, procura presentar la lánguida vitalidad de las víctimas, la conciencia del genocidio seguro y resucitar a los muertos. Este enfoque, a la vez terapéutico, didáctico y estético, tiene necesidad de la ficción para poner distancia con lo traumático y compartirlo con aquellos que no lo han vivido ni lo vivirán jamás. Sin la fábula, que alivia tanto a la autora como al lector, el pacto de lectura sigue siendo frágil y se corre el peligro de que, ante lo inesperado, lo insoportable e impensable, este se rompa en cualquier momento. La intención de Scholastique no es hacer sufrir al lector para obligarlo a cerrar el libro de un momento a otro, sino que, a partir de pequeñas historias sobre hábitos y costumbres de su cultura, lo invita a seguir reflexionando.

Como biografía novelada de su madre, Mukasonga expresa la necesidad de recordar el origen de su propia vida. Este retorno escritural al personaje matriz es significativo si consideramos que el memorial en prosa debe completarse con ficciones conmemorativas aún en el limbo, historias por venir. Mediante el tejido metafórico, la historia de La mujer descalza completa la fase final del ritual, el entierro propiamente dicho: “Mamá, no estuve allí para cubrir tu cuerpo, y no tengo más que palabras –palabras de una lengua que no comprendías– para cumplir con lo que me pediste. Y estoy sola con mis palabras, con estas pobres frases que, sobre la página del cuaderno, tejen y retejen la mortaja de tu cuerpo ausente”.

Penélope ruandesa, Scholastique Mukasonga se niega a consolidar los muros de su edificio textual con un relato nostálgico y vulnerable. Por el contrario, desea construir una fortaleza conmemorativa para luchar definitivamente contra el olvido. Para ello, confía en algo más sólido que la emoción personal: las tradiciones, conocidas y transmitidas colectivamente, y los usos y costumbres ancestrales, vividos como inmutables. La narración está dividida en capítulos donde una escritura densa y abigarrada no deja lugar a digresiones innecesarias. No se trata únicamente de recordar el amor, la inteligencia y el coraje de Stefania, sino también de crear un museo que recoja y registre gestos, prácticas y ritos de la Ruanda anterior al genocidio. Verdadero catálogo de artes y tradiciones populares (que van de los juegos a la medicina, del amor a las comidas), La mujer descalza se nos presenta, sobre todo, como un manual de iniciación. Pero dado que los gestos y las prácticas pertenecen fundamentalmente a los códigos de la vida, la escritura logra, paradójicamente, escapar a la tristeza para resucitar un recuerdo feliz. Los títulos de los diversos capítulos evocan tanto ael genocidio como a la cultura de Ruanda, reflejan el deseo de recobrar un tiempo dichoso y, aúun sin eludir el dolor, intentan suscitar el placer literario.

La interrogación contenida en el último capítulo de La mujer descalza (“¿Será que los espíritus de los muertos nos hablan a través de los sueños?”) invita a ingresar al lugar más solemne del memorial, la cámara de los muertos, para descubrir lo que ella contiene. O contendrá. El proyecto testimonial es obvio, pero no puede resumirse en una única obra dado que los muertos a evocar resultan innumerables. De esta forma, la frase final que cierra el libro revela el alcance de la empresa literaria: “¿Tienes un paño que alcance para cubrirlos a todos… para cubrirlos a todos… a todos?”.

A esta última pregunta, la autora responde con su compromiso. Se convirtió en escritora por y para ello. Pone al servicio ya no su paño, sino su piel. La dimensión sangrienta, ofensiva y atormentada del genocidio generó una obra literaria tan valiosa como vital, donde el delicado equilibrio entre la memoria personal y “la historia” se resuelve en una fantástica fábula (esa piel hecha de palabras) que se entrega a los demás.

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